Taxio Ardanaz

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CAUSA. La Fragua, Tabacalera Promoción del Arte. Madrid 2017

Causa y pintura

¿Cómo? Yo soy. Pero no estoy
en posesión de mí mismo.
Por eso, antes
de nada, lleguemos a ser.
Ernst Bloch

 

Las revoluciones han consagrado casi siempre una causa como origen y destino último de la lucha revolucionaria. Se combate por una causa, ergo cualquier ontología de la revolución ha de dirimir en primer lugar si existe o no esa causa, si está justificada o falseada, en estado de hibernación o por el contrario más viva que nunca. Una causa se produce cuando existe un problema o, por el contrario, el problema existe debido a la causa. La ley de la causa efecto es entonces retórica más que dialéctica: toda causa tiene su efecto y todo efecto tiene su causa; qué fue antes ¿la causa o el efecto?; y así sin solución de continuidad. La fidelidad a la causa es otra medida a considerar: a saber, ser consecuente con la causa o, por el contrario, traicionarla. Ante un dilema principalmente moral, la disidencia es entonces la vía de escape. Huelga decir que desde al menos mediados del siglo xix esta causa es la patria. Los rituales individuales (y colectivos) para afrontar la causalidad devienen en formas de auto-expresión. La condición crítica inherente al arte contribuye a mostrar las cosas desde otro ángulo. Esta perspectiva o multiplicidad de planos es sinónimo de una crítica de la ideología.

Ahora que estamos persuadidos de habitar tiempos post-revolucionarios, por momentos se producen chispazos que recuerdan la vigencia de conflictos latentes instalados en la memoria colectiva y en los jardines colgantes de la Historia y que, por motivos a veces incomprensibles, pueden aflorar y manifestarse de manera simultánea en la corteza cerebral y en la epidermis. Las motivaciones de Taxio Ardanaz hablan de ese pasado recóndito y de sus formas, subterfugios y recursos para traerlo al presente mediante una obra artística. El estudio de los restos físicos de esas ideologías y su pervivencia es para él una cuestión de experiencia. De un modo general, se podría argumentar que su quehacer principal consiste en materializar esos restos que engarzan pasado y presente a través de la formalización pictórica u otro modo de representación (fotografías, vídeo, escultura). Taxio ha rastreado en esta última década episodios de la Guerra Civil Española, la Revolución cubana y también la mexicana. A estos y a otros lugares se ha desplazado con la intención de observar y aprender de los modos de representación de la Historia, la cual casi siempre adquiere la forma del monumento conmemorativo.

Un caso singular en esta indagación — que mezcla el trabajo de campo (arqueológico, histórico) con el artístico— trata acerca de un modesto monumento de la Guerra Civil. En concreto, un monolito no muy grande erigido durante la batalla del Ebro a los combatientes de las Brigadas Internacionales (BBII) y a los españoles que entre el 10 y el 27 de agosto de 1938 mantuvieron su posición en la Sierra de Pàndols, en Cataluña. El escarpado terreno ha mantenido este monolito casi en el anonimato, aunque no se ha librado de algunos daños. El monumento — tres peldaños de mortero colocados en fase ascendente conformando una pequeña pirámide — se encontraba bastante deteriorado (sobretodo las inscripciones que recorren longitudinalmente todos sus lados y que recuerdan los nombres y procedencia de los combatientes caídos). Las inscripciones también contienen los eslóganes “prometemos”, “venceremos”, “vengaros” y un viva a la República. La restauración física del monumento no es una obra artística, pero una voluntad artística puede contribuir a restablecer episodios olvidados y a hacer justicia. Lo emocionante de este monumento está en su carácter extraoficial, en el gesto casi espontáneo de erigirlo en el mismo lugar y momento de la resistencia bélica en un ejemplo de inteligencia escultórica y labor colectiva.

Este monumento colectivo (más que colectivizado) es un caso paradigmático de cómo opera la ideología de la forma, pues en ella coinciden y se plasman los ideales por los que se lucha junto con la urgencia y necesidad de su propia formalización. Es la forma misma del monolito la que reconcilia la causa con el efecto (afecto). Una forma republicana austera, respetuosa y secular. El impacto de estas preocupaciones (históricas, formales y emocionales) en la obra de Taxio Ardanaz se asemeja a las huellas invisibles inscritas en el lienzo histórico. El ser humano con sus actos deja rastros y señales, huellas, que no siempre quedan suficientemente marcadas. Estas huellas son a menudo rasgos, signos, iconos y fragmentos de representaciones que, como imágenes a la deriva, moran por los vertederos de la Historia a la espera de que alguien las rescate. O tal vez esperan impertérritas a que la práctica simbólica del arte las resignifique. Sobre esto va este arte, acerca de “la capacidad del arte para dar respuesta a las necesidades personales y colectivas en resistencia a una realidad siempre adversa”.

 

 

 

A la pregunta: ¿cuál sería en esta causa el rol de ese medio artístico que es la pintura? Responderíamos: la pintura es el umbral, la zona central de confluencia entre la abstracción del mundo interior, la experiencia incomunicable, y la intervención en lo colectivo, lo público, el exterior. La pintura es una práctica material, fabrica realidad a partir de un componente líquido, evanescente. En esa disputa ideológica histórica entre el realismo y la abstracción, Taxio ensalza la dimensión simbólica y existencial, que no lo surreal, de la pintura. Es un hecho que en la historia del arte se han desarrollado en paralelo tendencias estéticas unas junto a otras. Ese periodo germinador de contradicciones de todo tipo que es consustancial al imaginario de este artista — me refiero al periodo de Entreguerras, o lo que más comúnmente se refiere como los años treinta del siglo xx — puede ahora verse como el laboratorio del que salen, actualizadas, algunas de las formas iconográficas que pueblan su obra. Existe en ese sentido un libro importante: Realismo mágico. Post Expresionismo. Problemas de la pintura europea más reciente (1925), del alemán Franz Roh, publicado dos años después en Madrid por Revista de Occidente, y que puede afirmarse como uno de los escritos más decisivos en la vanguardia europea (y también en la española). La pintura reinante entre 1920 y 1925, el post expresionismo, fue estudiado por Roh como una superación de los postulados expresionistas y, al mismo tiempo, también de los constructivistas. De su comparativa surgieron categorías como la Neue Sachlichkeit (Nueva Objetividad), y también el acuñe de un término, el de “realismo mágico”, anterior a su popularización en la literatura latinoamericana. La interpretación principal e influencia de este libro fue la de una restauración clasicista, reaccionaria. Lo que ahora cuenta, a la vista de la obra pictórica de Ardanaz, es desechar cualquier filiación con la Nueva Objetividad para reivindicar aquello que trataba de superar: por un lado el expresionismo y por otro el “romanticismo maquinista” del constructivismo donde el artista es el ingeniero afanoso de la expresión.

Los precedentes del expresionismo son de sobra conocidos, Die Brücke, Der Blaue Reiter, etc. El expresionismo es materia y espíritu congregados, sustancia irreductible al lenguaje. Es testimonio de la conciencia desgarrada y del destino trágico. Cuando el filósofo de la esperanza, Ernst Bloch, realizó en 1938 una defensa polémica de la herencia del expresionismo no estaba justificando ni validando su componente burgués, o decadente, sino que más bien enfatizaba por encima de todo la cuestión de la “herencia”, esto es, la capacidad para “separar la utopía de la ideología en las obras culturales”. Esta posición tuvo su mayor crítico en otro marxista, Georg Lukács, para quien en el expresionismo se encontraba la semilla de la decadencia unívoca germinadora del fascismo. La dialéctica de esta herencia encontraba para Bloch su forma más paradigmática en la técnica del montaje moderno: una ocasión inmejorable para la elaboración de un realismo utópico compuesto de realidad, más el futuro que existe en su interior. Es en este prisma de un realismo utópico que los fragmentos despojados pueden ver objetivamente a través de las grietas reales de la superficie la síntesis de cosas extremadamente dispersas y la alteración de lo habitual. Ésta era para Bloch, la “herencia de esta época”.

Me gusta pensar que la pintura de Taxio Ardanaz responde a los prerrequisitos de alguna modalidad renovada de aquel realismo utópico, donde una sucesión de imágenes pictóricas, fragmentos de expresionismo, realismo y constructivismo (paisajes, y objetos, personas, figuras y emblemas, trazos, formas y colores) configuran una totalidad en una visión de paralaje donde todos estos elementos parecen hackeados o distorsionados de su contexto original. El relato aquí es fragmentario, y se completa en la articulación narrativa de los elementos. La herencia de los estilos artísticos, esta síntesis entre realismo y abstracción, composición y expresión, recuerda igualmente a no pocos estilos pictóricos de post-guerra nacidos de tiempos convulsos y que cristalizan en el uso público de una pintura mural o un relieve. Esta pintura abandona ahora el formato del lienzo (lo que en las relaciones arte y política era visto como burgués) pero tampoco ocupa directamente el muro. Más bien se presenta en papeles que muestran una disposición hacia la instalación y el montaje directo en la sala de exposiciones. Este montaje constitutivo se apropia de los mejores fragmentos y construye otros contextos a partir de ellos. Nace así un pensamiento pictórico de frontera, en los cruces de camino y bifurcaciones. Este realismo utópico nos habla, nos susurra, sotto voce, que la esperanza no es condena sino liberación.

No menos importante aquí son las condiciones necesarias de existencia. Para esta pintura pasa por la extrema reducción de toda ostentación y simulacro efectista (tanto en el sentido ilusionista como de sublimación). No es tanto modestia como despojamiento material, como si cierta pobreza fuera necesaria para la sustancia misma de la pintura y su componente alegórico y simbólico de las formas y colores que lo habitan. Hay una crudeza en estas imágenes incrementada por el hecho de que la pintura misma se presenta como materia y no se subsume en la representación o en el virtuosismo disciplinar. Esta pintura es inmanente y materialista (que no matérica).

 

 

 

La emoción de lo político en una obra de arte es una sensación difícil de transmitir. Algunos artistas son hábiles a la hora de narrar acontecimientos traumáticos (revoluciones, guerras, violencia) con el pulso firme, el recuerdo lúcido y la sangre atemperada. Primero la pintura y después la literatura fueron los medios más propicios para esta representación de lo político (que no necesariamente de la política). El cine los suplantó al incorporar la impresión vívida del curso de los acontecimientos. Sí, fue el caso de Serguéi Eisenstein, quien además de la Revolución Rusa también filmó ¡Qué viva México! (1931-1933). En un ámbito más cercano y apropiado aquí, es difícil superar la emotividad de la película Tierra y libertad (1995) de Ken Loach, la cual tiene como protagonista a un joven inglés que llega a España para enrolarse en la Brigada Internacional que pelea en la batalla del Ebro. Encontrar una forma justa para canalizar las pasiones era en esta película el reto principal. Las críticas que a menudo este cineasta recibe por su militancia política se explican desde ese mundo autónomo que es la industria del cine. Si Loach ha venido haciendo la misma película una y otra vez, es debido a su militancia pero no menos por su confianza en una mirada particular e inquebrantable del realismo cinematográfico. Por alguna razón difícil de expresar aquí, presiento que esta emoción de lo político en el filme de Loach es comparable a la que emana del monolito republicano en la Sierra de Pàndols. ¡Y sus formas son tan distintas! Cada una responde, a su manera, a una realidad que encuentra una forma oportuna, justa y verdadera. Spinoza decía que solo la razón es incapaz de mover a la acción humana, que se requiere del afecto (la pasión) para motivar cualquier comportamiento y también cualquier idea. Cabría afirmar que el capitalismo emocional en el que estamos ha exacerbado las pasiones y los afectos de la política de un modo que no se veía desde el surgimiento del concepto mismo de las masas. Mientras tanto, el arte sigue su curso y en su interior se marcan las huellas del mundo, y el transcurrir inexorable de la historia (aquí con h minúscula).

Peio Aguirre